Las aprobaciones de 1902/1903 llegaron en un contexto de lucha y de dificultades de todo género. Pero la Congregación –puesto que en adelante hay que emplear esta palabra– estaba sana. En semejante situación, los organismos débiles no sobrevivieron. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos. Aunque esto todavía no ha sido objeto de un trabajo específico, parece que las expulsiones de 1901 consiguieron herir la vitalidad profunda de cierto número de comunidades. Para la Sagrada Familia no fue así. No sólo subrevivió, sino que se extendió. Al principio no era nada evidente. Pero las aprobaciones romanas ponían, sin embargo, a la comunidad en una situación jurídica delicada. Tampoco es extraño que las consecuencias se hicieran sentir durante mucho tiempo. Al transformar la Asociación en Congregación había el peligro de una uniformidad progresiva, de ajustarse al Derecho habitual. Efectivamente fue lo que ocurrió.

Lo mismo que el capítulo precedente, éste también ha de leerse con respeto hacia las personas y sin hacer un juicio sobre ellas. No siempre se puede hacer lo que se quiere, y las circunstancias tampoco están siempre claras. Lo cual no excluye, desde luego, hacer una apreciación de los acontecimientos y de sus consecuencias.